Hace cosa de año y medio escribía en esta misma columna sobre la posibilidad de repartir gazpacho en el Nuevo Vivero para ver si este estadio podría acercarse al lleno o simplemente hacer una buena entrada. Además de incomprensibles réplicas carentes de inteligencia y de criterio, no obtuve una respuesta satisfactoria. Ahora, más de una treintena de partidos después, parece ser que los ingredientes para elaborar dicha receta son simples y transparentes a la par que muy complicados de conseguir: victorias, puntos, resultados y posibilidades de pelear por grandes objetivos.
De manera gradual, este Badajoz ha ido consiguiendo todo lo que necesitaba para su menú. En un principio lo tomaban los que siempre lo han hecho. Más tarde, según el equipo iba sumando en puntos, también lo iba haciendo en adeptos que se unían a la causa.
Pero esto es como cuando pasas de tener barriguita a tener tipín. Lo difícil-que lo es- no es llegar, sino mantenerse. Conservar la buena dinámica de resultados y que la ola de aficionados que acude al estadio no se rompa. Que los que han venido arrastrados por la novelería y el postureo, decidan quedarse aún cuando las cosas dejen de ir bien. Porque esta vez la montaña ha ido a Mahoma, pero otras veces será el profeta el que deba a ir a escalar.
Que toda esta vorágine de positividad haya traído consigo a un más que nutrido grupo que de accidentales seguidores se conviertan en fieles gane o no el equipo. Que lo que el gazpacho no consiguió, este frenesí del momento consiga retenerlo.
Suele pasar que la misma realidad se mire desde distinto prisma cuando se gana y cuando se pierde. Cuando el Badajoz deje de ganar muchos se marcharán por el mismo sitio que han venido, sí. Pero que al menos el número de los que se queden sea mayor que antes de empezar con esta inyección de euforia. Si es así, ganaremos todos.